lunes, 12 de mayo de 2008

El cine que nos mira de reojo

El subte B está lleno como cualquier día de semana en hora pico. El noventa por ciento de la gente baja en las estaciones Dorrego y Lacroze para continuar hacia su casa ajena al devenir del séptimo arte. Sin embargo, unos pocos identificables por algunas señas particulares de vestimenta, siguen hasta el final hacia Los Incas en busca de su Meca particular. La cita es en el remozado teatro 25 de Mayo, el Bafici llega como cada año con su caudal de películas y de un día para el otro, durante una semana los porteños deciden que es el cine que merece ser visto y se desata el frenesí.

El camino de los peregrinos cinéfilos continúa por la avenida Triunvirato. En una obra, Roberto, albañil de 25 años, apenas está enterado: “Creo que es lo del cine. El otro día hubo una presentación con gente pero no sé muy bien”. Evidentemente, el fenómeno parece reducirse a un cierto tipo de gente que es la que camina apurada (ver apostilla).

El teatro que fuera gala de la presentación oficial luce espléndido. Sin embargo, hay poca gente esperando por la próxima película. Por ello, sacar la entrada es un trámite sencillo muy distinto al tumulto que suele haber en el Abasto, centro neurálgico del Bafici donde junto a los amantes del cine que buscan variedad se mezclan diletantes, estudiantes de cine y diseño, críticos y toda la fauna snob que el festival suele aglutinar. Sara, una elegante mujer que está en el hall esperando comenta sobre su primera vez en el festival: “Soy del barrio y no me quiero perder nada” ¿Está contenta con la reinauguración de la sala? “Chocha, muy contenta. Lo esperábamos porque el barrio no tiene nada; y ahora sí”.

En la vereda, entre la gente que espera y los que llegan, se mezcla un muchacho que aprovecha para repartir flyers del “Cineclub el Dorado”, cuyo epígrafe, en sintonía con la situación Bafici, reza “cinematografías periféricas” ¿Tendrá la propuesta del cineclub suerte durante el resto del año? “No mucha en general, pero venimos intentando engancharlos, a ver si nos hacemos de un público fijo”

Termina la función previa y empieza a salir la gente ajustando los ojos a la luz diurna. Una joven, al ser inquirida sobre la película que acaba de ver, asegura casi ofendida que le gustó. Dos hombres alrededor de los cincuenta años comentan “no son actores profesionales la mayoría”. El fenómeno es eminentemente porteño –no se anuncia ninguna función en salas de provincia-, por lo que también convoca a los turistas extranjeros que pululan por la ciudad. Silkha, alemana de 22 años da su impresión: “Pienso que el festival es genial, hay muchas opciones para elegir. Esta es mi primer película en el festival y me gustó mucho”. Sus compañeras de esta tarde, Amy y Annette coinciden en lo interesante y variado de la programación. Luego se van alegres a disfrutar su estadía.

Es hora de pasar a la sala, en orden, sin empujones ni ansiedad por la butaca. Una vez cortada la entrada aparecen las promotoras del no muy independiente Clarín obsequiando ediciones del suplemento Ñ, aparentemente con la convicción de que el público Bafici es un público cultivado que puede identificarse con el mencionado suplemento.

El aforo está ocupado en un escaso veinte por ciento con el recoleto público ojeando Ñ. Por fin las luces se apagan y la delgada línea que separa lo independiente de aquello que no lo es se sigue difuminando: en pantalla aparecen propagandas de Kodak, Metrovisión, Cinecolor y algunas otras empresas. La función comienza y si bien se está a salvo del pochoclo no sucede lo mismo con la plaga del celular, cada tanto las luces de las pantallas de los teléfonos distraen la atención.

La película en cuestión es japonesa, Matsugane ransha jiken (El caso del tiroteo de Matsugane). Basada supuestamente en hechos reales, narra la historia de un incidente en que se ve envuelta una familia, centrada particularmente en dos hermanos mellizos. Como muchas películas japonesas recientes, presenta escenas aparentemente inconexas gracias al buen uso de la elipsis, manteniendo igualmente la coherencia narrativa. Esconde bajo una supuesta trama policial las tensiones familiares, la relación entre hermanos y los conflictos de la sociedad japonesa actual. La película es agradable y, al finalizar, el público sale satisfecho de la sala tanto por el film como por haber cumplido y no haber soportado un despropósito disimulado como cine.

Una vez en la calle el público se va disolviendo, cada quién le comenta a su compañero sus impresiones con actitud de apreciador profesional. En la entrada del teatro, unos siete individuos voluminosos vestidos con traje idéntico merodean las puertas con cara de pocos amigos. Aparentemente se espera la presencia de alguien importante. Así pasa una jornada del Bafici. El festival durará unos días mas, se entregarán los premios y en una semana se olvidará todo. Algunos se arreglarán como puedan con la habitual cartelera de cine, otros buscarán salir del síndrome de abstinencia revolviendo en Internet y algún otro irá al Cineclub el Dorado en busca de variedad.


Apostilla: La sensibilidad Bafici

Si se analizan título por título las películas presentadas en el festival se advierte que la palabra independiente podría no ajustarse a la propuesta del festival. Un filme japonés es más cine mundo que independiente dado que Japón posee una poderosa industria cinematográfica desde hace décadas. Algo parecido ocurriría con películas como “The Filth and the Fury” de Julien Temple ya pasada en el festival hace dos años y profusamente programada en cable o con el director Ken Loach, otrora vastamente difundido en nuestro país.

Lo que hace al Bafici identificarse con el mote independiente –además del nombre- es también una sensibilidad particular, algo de código privado reconocible en el desprecio al sistema Hollywood, la lógica de exposición que se da en el Abasto con las inocultables señas de vestuario o aquello situado en el campo de las preferencias subjetivas. Es particularmente apreciable el hecho que raramente alguien diga que vio una película mala. Así, el Bafici es más un estado del arte al que nos damos una vez al año como consumidores de cine “independiente”, “periférico” o cualquier otro adjetivo susceptible de diferenciarlo de lo que habitualmente se consume.

M.M.B.

Ahora o nunca (o el despertar de la fauna)

- Disculpame (la miro: alrededor de 70 años, rubia, perfumada, collar de piedras, típica señora de Barrio Norte, lo que se me hace evidente no sólo por su paqueta apariencia sino por esa marca sonora de acentuar fuertemente la “a” de “disculpame”)(No, no viví nunca en Barrio Norte, lo digo de puro prejuiciosa)
- ¿Si?
- ¿Esta es una función especial? (otra vez: me da la sensación de que pronuncia “cial” con su nariz)
- ¿Especial en que sentido? (lo admito: sabía exactamente qué quería decir la ricachona señora pero me causó gracia el adjetivo “especial”)
- ¿Qué película dan?
- Ahí esta la grilla (le señalo con la cabeza el stand con los folletos de programación, me saco un diez en “mala educación para con la tercera edad”).
Fue en mi primera visita al Festival Internacional de Cine Independiente de este año. Elegí el Atlas Santa Fe porque deseaba, principalmente, evitar a toda costa la muchedumbre habitual del Shopping Abasto, considerado el bunker principal del Ciclo. Tenía muchas ganas de asistir a alguna de las actividades especiales como las charlas abiertas con directores de visita en el país pero, con tal de no cruzarme con infinitas familias (con infinita prole) cargando bandejas de Mc Donalds y voluminosas bolsas de compras, desistí de tal idea, busqué otras alternativas y me dispuse a seguir el procedimiento general (PG) para esta clase de eventos. He aquí un esquema de sus principales puntos:
1º) Toma de posición (política, social, ideológica) en cuanto a asistir o no al Festival: Este momento da lugar, en ciertos circuitos culturales, a apasionadas discusiones. Sobre este punto volveré hacia el final de la crónica.
2º) Elección de la película: Esta fase depende, enteramente, de los conocimientos cinéfilos del sujeto-espectador en cuestión y da lugar a múltiples resultados (como tantas clases de sujetos haya). Si uno es un erudito en el tema puede, entonces, tener la suerte de sentarse a gusto, con la grilla de programación desplegada como un mapa de navegación sobre la mesa, y elegir a conciencia tanto un documental checo sobre la caza indiscriminada de patos o una gore sangrienta sobre la organización de los vampiros en sociedades secretas. Pero, y dado el caso de que uno no sea un capo di tutti gli cappi del séptimo arte pero le guste acudir a este tipo de eventos, también puede elegir a ojos cerrados cualquier opción (cual dedo paseando sobre un tablero del Ouija), rezando para que la película escogida sea, al menos, sonora y tenga más de un personaje. En mi caso, elegí en primer lugar “Sad Vacation”, de un director japonés que no conocía, ya que me gusta ver películas orientales que, en general, son bizarras, violentas y con una fotografía excelente. Llegué unos minutos tarde a la función, por lo que no pude ingresar a la sala (nota mental: recordar la próxima vez llegar a tiempo). Huí entonces al Centro Cultural Recoleta y compre entradas para “One Who Set Forth - Wim Wenders’ Early Years”, que prometía, según mi inglés básico, ser una película dirigida por Wenders (un director que supo ser un gran provocador con su estilo en los ‘70) y resultó un documental de Marcel Wehn sobre la vida de Wenders; lo que era obvio, si me hubiera detenido diez segundos a descifrar correctamente el título. Al día siguiente vi, finalmente (me había empecinado), una película japonesa: “Amazing History” de Masahiro Kobayashi en el Atlas Santa Fe; y, por último, asistí en el Paseo Gardel a una función al aire libre de “Los Próximos Pasados”, un documental argentino sobre un mural oculto en una casa bonaerense.
3º) Asistencia a la función: Este es el momento-meollo de la cuestión y da lugar, dadas las circunstancias particulares del BAFICI, a situaciones de lo más diversas. Como mencioné, el primer día fui en pos de una película oriental y acabé por ver un documental alemán (“¡Es un documental de la vida del tipo! ¡Me quiero morir!” me dijo mi compañera a los dos minutos de comenzado el film; “¡Yo también!” le respondí yo, lo más dramáticamente que pude, porque había sido mi idea y me sentía culpable de arrastrarla a semejante destino). Sin embargo, fue una linda sorpresa y me fui muy contenta por el error cometido. La biografía de Wenders era apasionante y el documental, a través de entrevistas a él, sus mujeres, amigos y allegados varios, echa luz sobre la personalidad de un director tan misterioso y enigmático. Entretanto, además de quejarme y mascar maní con chocolate, tuve tiempo de dar una mirada a los demás asistentes a la función: veinticinco años promedio, grandes sacos de feria americana ellos, vestidos onda fifties ellas, peinados deliberadamente desprolijos. Ellos, ellas (¡todos!) con anotadores y/o actitud de profunda atención. “Estudiantes de cine”, dije yo. “Entendieron bien el título”, dijo mi compañera.
“Amazing history” fue, definitivamente, lo que esperaba ver un habitué de un ciclo de cine independiente (“¿Para qué venís al BAFICI?”, le pregunté a un quinceañero con acné y remera de Green Day que esperaba para entrar: “Para ver pelis raras”, me respondió categóricamente): tres personajes, planos abiertos y larguísimos, secuencias extremadamente lentas, diálogos incoherentes, trama ilógica y sin ningún sentido. Como no podía esperarse de otro modo, también tenía un final pésimo. Apenas me senté observé la concurrencia de la sala, esta vez sí, con un público de lo más diverso. Me reí anticipadamente pensando en el comportamiento que tendrían las personas que estaban sentadas en las butacas frente a la mía porque si hay algo seguro, es que los directores japoneses aman hacer escenas de fuerte erotismo: eran dos señores y dos señoras, me figuré que serían dos matrimonios amigos. Ellas se llamarían Ana María, Beatriz o Estela. Ellos, Enrique o Mario; y habrían ingresado al cine luego de tomar el té en alguna confitería sobre la Avenida Santa Fe, incitados por la mucha publicidad que se le dio al evento. No conozco los hábitos culturales (en cuanto a preferencias sobre cine o teatro) de esas personas pero sí estoy bastante segura de que no se esperaban semejante escena erótica. También debo expresar con admiración que ambas señoras lo soportaron estoicamente; igual que yo, que me fui muy satisfecha de haber visto, finalmente, lo que fui a buscar en primer término.
Al salir de la sala le pregunté a espectadores y especimenes varios que deambulaban por los pasillos “¿Por qué venís al Festival?”; esperé una y otra vez que alguno me respondiese “No sé, porque vienen todos” y, de esta forma, reafirmar mi hipótesis eje que consiste en que, en estos tiempos, la gente simplemente va adonde va otra gente, especialmente los jóvenes, que vamos “todos a todas partes” (lo que explicaría convenciones de tatuajes, fiestas en el Barrio Chino y ciclos de poesía al aire libre, que multiplican exponencialmente su número de concurrentes año a año). Desafortunadamente, nadie me respondió como yo esperaba: “Me parece una salida diferente” (Daniel, treintañero, ninguna seña en particular). “¿Diferente en que sentido?”, pensé yo. Recordé a la señora del collar de piedras. “Vengo todos los años, hay siempre cosas muy interesantes” (Santos, veintiañero). “Porque me gusta, soy de Mar del Plata y suelo ir al Festival Independiente allá, quería ver también acá” (Natalia, veintiañera). Refunfuñé y desistí de seguir recolectando refutaciones a mi teoría. De todas formas, sostengo que es correcta, quizás lo erróneo haya sido el procedimiento. Proseguiré en otra ocasión más propicia.
Finalmente, asistí el último día a una actividad que se inauguró en esta edición, una exhibición al aire libre, en este caso, de un documental sobre las tareas de rescate de un mural pintado en un sótano de una hacienda bonaerense. La directora, según mi grilla, era Lorena Muñoz y, felizmente, no se encontraba presente porque de haberlo hecho le hubiera criticado abiertamente su espantosa película. Tanto el pintor (Siqueiros, el fundador junto con Diego Rivera de un movimiento de pintura por y para el pueblo), como el contexto histórico (el exilio de Siqueiros de México luego de la Revolución Mexicana), y las circunstancias particulares en que fue pintado ese mural articulan una historia triste y hermosa que nunca antes fue contada, y lo es ahora por una directora que lo hizo de la peor manera posible. En fin, críticas feroces al film al margen, paso al último punto del PG:
4º) Balance: Este momento, que comienza con nuestros propios amigos a la salida de la función, se encuentra íntimamente relacionado con “la toma de decisión” (ver punto 1º) y se retroalimentan mutualmente. Hubo un tiempo -no tan lejano: de diez a cinco años- en que no cabían dudas respecto a la utilidad del Festival; ésta consistía en exhibir películas (o cortometrajes) que, dadas sus condiciones de producción, no fueran a ser vistas en otras circunstancias. Estudiantes de cine y cinéfilos varios (fauna tipo “A”) acudían en tropel a las salas del BAFICI para ver cintas que, de no mediar una inesperada repercusión (como ocurrió con “La vida después de la muerte”, “Recursos humanos” y “Como un avión estrellado”, entre muchas otras), no serían promocionadas en el circuito de exhibición comercial. Era el “Ahora o nunca” para ver formas de narrar y de editar diferentes a las de la lógica pochoclera. Sin embargo, hace algunos años, ciertas formas culturales (sean de cine, teatro, poesía, música o muestras de arte) comenzaron a ser de importancia en la agenda del Gobierno de la Ciudad, que se dispuso a organizar y promover a gran escala esta clase de eventos: El BAFICI se “masificó”, por decirlo de alguna forma, con dos consecuencias principales:
* Fue el fin del público homogéneo que tenía en sus inicios. La concurrencia a las Sedes es hoy de lo más variada y heterogénea (fauna tipo “B”), amén de la multiplicación del volumen del público;
* El Festival adquirió algunas características atípicas para un circuito independiente: así es como vemos publicidades de la Fundación Noble y de celulares al comienzo de las funciones (no, no se me pasó inadvertido el documental producido por el Grupo Clarín), carteles de propaganda por toda la ciudad, y nos encontramos con la sorpresa de que, no sólo cada edición está mejor organizada que la anterior sino que hasta se pueden adquirir las entradas por el sistema Ticketek (si, definitivamente era innecesario).
La cuestión aquí es aceptar estos cambios o no, es decir: participar o indignarse, esa es la cuestión. Por mi parte, no me siento invadida ni me creo una elegida del séptimo arte para mandar a sus casas a nadie. A riesgo de simplificar mucho el asunto creo que las fiestas para pocos no son nunca buenas. Y el BAFICI es una fiesta, y si no habrá que preguntarle a Beatriz (o Estela).

L.B.

viernes, 9 de mayo de 2008

Raymond Carver

LA PEQUEÑA MIRADA

por Malena Ley

Se cumplen 70 años del nacimiento y 20 de la muerte de Raymond Carver, el cultor del minimalismo


Se espían desesperanzas e indolencias, esperando que en algún momento suceda lo que nunca pasa. Es un letargo amenazado por la tensión. Y eso perturba. La narrativa de Raymond Carver está poblada de seres desangelados en situaciones casi cotidianas. Porque el escritor no apela a marcos pomposos, todo ocurre en ambientes tan destartalados como sus habitantes Ahí hay peleas, precariedades, traiciones y escepticismos. Pero también, una urgencia de ternura o algún tipo de redención. Sin mucha conciencia —ni énfasis— los personajes de Carter entablan una última batalla contra la condena del desencanto humano. Y acaso su victoria sea la resignación. El autor no los menosprecia ni enaltece. Sólo se limita a señalar las heridas.
“Vos no sos tus personajes pero tus personajes sí son vos”, explicaba.



Raymond Carver nació en Oregon el 25 de mayo de 1938. Su madre trabajaba como camarera o vendedora mientras su padre se trasladaba de Estado en Estado, detrás de distintos empleos. La inestabilidad económica y el alcoholismo paterno eran los pilares de la familia. Aunque eso no invalidaba el cariño y los buenos ratos. Cuando tenía 19 años Carver se casó con su novia Maryann Buró, de 16, y a los pocos meses nació su hija Christine. Un año después llegó Vance. Para ese entonces la familia se había mudado a Paradise, California, pero después de un tiempo decidieron instalarse en Chico. Luego vendrían Eureka, Arcata, Palo Alto, Sunnyvalley, Ben Lomond y Supertino. Igual que su padre, Carver persiguió a la esperanza por distintas ciudades. “Hasta donde tengo memoria, desde que era un adolescente la remoción de la silla en que estaba sentado era una preocupación constante. Durante años y años mi mujer y yo nos encontramos yendo y viniendo mientras tratábamos de poner un techo sobre nuestras cabezas y el pan en la mesa. Durante años mi mujer y yo habíamos tenido la creencia de que si trabajábamos duro y tratábamos de hacer lo correcto las cosas buenas nos sucederían. No es tan malo tratar de hacerlo y construir una vida sobre eso. Rabajo duro, metas, buenas intenciones, lealtad, creíamos que esas eran virtudes y que en alguna forma serían recompensadas. Lo soñábamos cuando teníamos tiempo para hacerlo. Pero eventualmente nos dimos cuenta de que el trabajo duro y los sueños no bastaban. En alguna parte, tal vez en Iowa City o poco después, en Sacramento, los sueños comenzaron a desmoronarse”, evoca en Fuegos.

Carver escribía en sus horas libres, que nunca eran calmas ni suficientes. Se concentró en poesías y relatos breves. En 1959 asistió a un curso de Literatura Creativa que dictaba JOHN GARDNER en la universidad de Chico State. El profesor terminó prestándole la llave de su oficina. El favor también era un mandato y Carter lo cumplió. Se encerraba ahí todos los fines de semana. “Tenía un deseo muy fuerte de escribir; un deseo tan fuerte que, con el estímulo recibido en la universidad, y con las luces adquiridas, seguí escribiendo mucho después de que ‘el buen sentido’ las ‘realidades’ de mi vida me dijeran una y otra vez que tenía que dejarlo, abandonar el sueño, seguir con calma hacia delante y hacer algo distinto”, cuenta en el prólogo del libro de John Gardner: On becoming a novelist. Carver se hizo un bien a sí mismo y a sus lectores al obstinarse en su deseo. En 1961 publicó Los estaciones furiosas en Selection la revista literaria de Chico State que había fundado un año antes. En 1962 la Western Humanities Review acepta su relato Pastoral y una publicación de Arizona, Targets, el poema El anillo de bronce. Fue el principio.
Además de cierto reconocimiento, Carver también estrenó la primera de sus crisis matrimoniales, que incluyó la huida del hogar por una semana y el romance con una estudiante. Raymond y Maryann se separaron durante algunos meses. La reconciliación los trasladó a Sacramento. Con los años, esto se convirtió en una dialéctica de la relación. En 1964 publica en la revista December el cuento ¿Quieres hacer el favor de callarte, porfavor?, que tres años más tarde fue incluido en la antología The best american short stories. Habían comenzado los tiempos de recompensa, aunque la familia todavía dependía de trabajos esporádicos y mal pagos. “En esos días siempre tenía algún oficio mediocre, y lo mismo sucedía con mi mujer. Trabajaba de camarera o era vendedora ambulante. Años después enseñó en un colegio. Yo trabajaba en un aserradero, de celador, de mensajero, en una gasolinera, de dependiente en una tienda. Usted escoja el oficio: yo lo hice. Un verano, en Arcata, California, recogí tulipanes durante el día; por la noche limpiaba un restaurante en la carretera y barría el parking”, cantó. A finales de los 60 publicó dos libros de poemas, Cerca de Klaniath e Insomnio invernal, y recibió el National Endowment for the Arts Discovery Awards. La nueva década lo encontró más asentado en lo profesional. Su estilo comenzó a ser reconocido y fue nombrado profesor invitado de Escritura Creativa en la Universidad de California. En esos tiempos, ya era un alcohólico hecho y derecho, de los que golpean a su mujer y atemorizan a los hijos. La vida de Carver naufragaba como las de sus personajes. En 1976 fue hospitalizado tres veces para ser desintoxicado y hasta llegó a vender su casa de Supertino para pagar un tratamiento. Al año siguiente obtuvo la beca Guggenheim y publicó su primer libro de relatos, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, nominado para el National Book Award. “He tenido dos vidas. La primera terminó el 2 de junio de 1977, cuando dejé de beber. Es la decisión, de toda mi vida, de la que me siento más orgulloso. Nunca escribí una sola frase que valiera la pena mientras estaba bajo la influencia del alcohol”, admitió. Luego de ingresar a Alcohólicos Anónimos se fue a vivir solo a McKinleyville, en California. Él y Maryann intentaron una reconciliación pero, en un congreso de escritores en Dallas, Carver conoció a la poeta y profesora Tess GALLAGHER. Supo ver en ella a esa amiga y amante que luego sería su segunda mujer. Hacía sólo un mes que había dejado la bebida y cuatro años que no escribía. “Cuando unimos nuestras vidas en El Paso, Texas, empezábamos a recuperarnos tras haber cruzado un desierto de desesperanza. Para entonces ya habíamos vivido lo suficiente para saber de qué hablábamos. Ray había dejado el alcohol un año antes de irnos a vivir juntos. Se sentía perdido, tenía miedo de no volver a escribir. Se alejaba del teléfono cuando sonaba. Había tenido que declararse insolvente un par de veces”, conté ella en su libro Carver y yo.

En su “segunda vida”, él continuó enseñando en universidades y sumando prestigio. En 1982 se divorció de Maryann y un año más tarde publicó Catedral, nominado para el Pulitzer y el National Books Critic Circle Award. Raymond Carver se convirtió en un clásico. El acto de su ingreso en la Academia de Artes y Letras estuvo presidido por JOHN UPDIKE; sin embargo, lo que más lo emocionó fue descubrir entre los invitados a Jacqueline ONAssIs, esa mujer a quien su madre y él tanto habían admirado. En 1987 escribió su último relato: Tres rosas amarillas, publicado inicialmente en The New Yorker, en el que narra la muerte de ANTON CHEJOV, por tuberculosis. Con el tiempo, las simetrías se convirtieron en un lugar común. Carver era considerado “el Chejov norteamericano” y pocas semanas después de terminar ese cuento, comenzó a escupir sangre por la boca. Los médicos detectaron un cáncer y le extirparon dos tercios de pulmón izquierdo. Pero la enfermedad no se detuvo. “Se preguntaba qué podía hacer con el tiempo que le quedaba. Eligió trabajar y escribir sus poemas a pesar del pánico que le provocaba su tumor cerebral y más tarde, en junio, la reaparición del tumor en los pulmones. Su respuesta al duro golpe consistió en buscar algo bueno que celebrar y el diecisiete de junio nos casamos en Reno, Nevada. Fue una ceremonia muy carveriana en la pequeña iglesia que está frente al ayuntamiento”, recuerda Gallagher. Un mes y medio después, el 2 de agosto de 1988, Raymond Carver murió en su casa de Port Angeles, en Washington.

En su libro La vida de mi padre, Carver medita sobre una cita de Santa Teresa: “Las palabras llevan a las acciones... Preparan el alma, la alistan y la mueven a la ternura”. Y finaliza: “Mucho después de lo que he dicho haya abandonado sus mentes, ya sea en semanas o en meses, traten entonces, mientras se ocupan de sus destinos individuales, de recordar que las palabras, las palabras exactas y verdaderas, pueden tener el poder de sus actos. Recuerden también esa palabra poco usada: ternura. No les hará mal. Y esa otra palabra: alma —llámenla espíritu si quieren, si así es más fácil la reivindicación territorial—. No la olviden tampoco. Préstenle atención al espíritu de sus palabras, de sus actos. Ésa es una preparación suficiente. Y no más palabras”.

jueves, 1 de mayo de 2008

Antología 2007

¿Estás buscando los textos de alumnos de la cursada 2007 que solían estar publicados acá? Se mudaron a nuevo blog, visitalos: www.taller1antología.blogspot.com

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