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lunes, 31 de mayo de 2010

Cronista cultural

por Joaquín Lucesoli



Pabellón azul. Sala Julio Cortázar. En la entrada una mesa con libros y una cálida mujer, como todo allí, respondiendo algunas preguntas. Recorro con la mirada ambas paredes laterales. Me llama la atención la cantidad de lienzos colgados en ellas, con pinturas abstractas iluminados por suaves luces. En el fondo un cartel con el lema “36º Feria del Libro de Buenos Aires. Festejar con libros 200 años de historia”. A su lado otro, de igual porte, que anuncia: 5º Festival internacional de poesía. Entro a la sala y me entretengo mirando los libros de la mesa. Son obras de los autores que esta tarde van a invitarnos a entrar a sus casas, esas que se han forjado con la particular materia prima que es el lenguaje. Por cada poeta un mundo, una construcción intima sobre qué se dice y la forma en que se lo hace. En esta ocasión se trata de los mundos de los poetas Maria Julia De Ruschi, Bruno Di Benedetto, Miguel Angel Federik y Hélene Dorian.


El reloj dice que son las siete de la tarde, hora programada para el comienzo, sin embargo no hay rastro de los protagonistas. La gente va llegando, algunos se sientan, otros se abrazan, otros charlan, otros se despiden; pero nadie se muestra apurado y eso esta muy bien. La puntualidad se le debe reclamar a muchos hombres, pero nunca a un filósofo o a un amante, y menos que menos a un poeta, que suele tener un poco de ambos. Me siento a ojear un folleto de los muchos que me incrustaron en mis manos los volanteros, que asedian en los pasillos de la feria. Detrás de mí escucho una voz femenina que dice: -¡eran todos muy intensos en su poética! Miro a la chica, viste un llamativo ponchito rojo y carga una sonrisa plena, su entusiasmo se nos contagia a muchos de los que la escuchamos. El minutero marca las siete y veinte, la mesa sobre el taburete que oficia de escenario se llena con los cuatros poetas y el coordinador Juan Pablo Bertazza. Este abre el evento, anuncia que la lectura de poemas se va a realizar de modo “desordenado, aleatorio y espontáneo, como tiene que ser, porque la poesía es así también”. Dicho esto presenta a la poeta María Julia De Ruschi, que invita a escuchar un poema publicado en el libro Nada escrito. Escupe las oraciones, con voz lánguida y arrastrando con lentitud las palabras, reflexionando sobre su poesía, sobre los sueños -“soñar, es la luz del silencio”-, pero también sobre el infierno que “no come, o come infiernos”. Continúa con la lectura de “Poema del invierno”. Ya mencione su (in)expresión al hablar, pero tengo que decir que toda la intensidad que no había en su voz residía en sus ojos. Su mirada acompañó fogosa cada palabra, cada silencio, aun cada acento. Terminó su lectura, todos la aplaudimos y hasta hubo lugar para un solitario vitoreo.

Le tocó luego el turno al chubutense Bruno Di Benedetto. Ante unos aplausos tímidos que rápido se acallaron, el poeta riéndose con ganas bromeó: -¡No compren la mercadería antes de escuchar! El escritor, ganador este año del primer premio de Casa de las Américas, pidió permiso y paciencia para leer dos escritos del libro Crónica de muertes dudosas. El primero refería a su tierra, a casas del sur, calles polvorientas, chismes de pueblo y veredas rotas. A cosas pequeñas de la vida, narradas con una calidez y un humor excelentes. Con el segundo texto nos involucró en otra sintonía, mas profunda, sobre las relaciónes entre el hombre y la mujer: la belleza, el deseo, la fragilidad de las conexiones (“Que paradoja, pensó ella con su amante encima, los hombres cuando se vacían se sienten mas pesados”). Lo recitó con pasión, dejando su energía en cada frase. Terminó de leer y lo noté cansado, pero satisfecho; como si se hubiera echado un polvo con las palabras.


El poeta que tomó la palabra una vez extinguidos los fuertes aplausos para Di Benedetto fue Miguel Angel Federik. “Buenas noches. Menos de rigor, más de corazón, muchas gracias por invitarme” fueron sus primeras palabras. Anunció la lectura de algunas composiciones breves que forman parte del libro de poemas Imaginario de Santa Ana. Los leyó con una voz imponente, grave, solemne. Demasiado solemne tal vez. Hizo una pausa para hablar de su provincia, Ente Ríos, y del Gualeguay, ese “río de la literatura” que inexorablemente influye a todos los escritores entrerrianos. Dicho esto recitó “Cuando baje el Gualeguay”. Fue muy aplaudido, aunque sospecho que no muy entendido. A veces ante la duda que nos provoca una producción de la ‘alta cultura’ suele pasar que se la sobreestime; más si no estamos en la intimidad de nuestra casa, sino frente a una lectura publica, por ende frente a una valorización necesariamente instantánea y compartida. “¡No vaya a ser que el otro piense que soy un bruto!” debe pasar por la cabeza de más de uno… ¿o seré yo que no entiendo y por eso proyecto estos diálogos internos en los demás?


El recital siguió su curso con la invitada internacional Hélene Dorion, poeta canadiense de la ciudad de Quebec. Juan Pablo Bertazza la presentó mencionando, además de sus obras, diversos reconocimientos hechos por medios e instituciones de Canadá y Francia. Terminada la intervención de este se desató un silencio de monasterio en la sala y ella comenzó, en francés, sus lecturas. Las cámaras fotográficas se desenfundaron, los ojos se fijaron; todos los oídos se despertaron y algunas almas, tal vez, levitaron. Esa era la sensación. En el inconsciente colectivo hay todo un imaginario romántico y poético que rodea a la lengua francesa. Escuchar la lectura en ese idioma tiene por esto otra carga simbólica, una belleza intrínseca. Sus poemas fueron pura música para mi, y como la música, carecen de significados y sentidos; los oyentes –salvo los que saben francés- no comprendimos nada de lo que nos decía. Pero como la música, también, me hace emocionar hasta la medula cuando es ejecutada con sentimiento. Con profundidad, con expresividad, con variedad de registros; así fue como recito sus poemas. Después de cada recitado le siguió la correspondiente lectura traducida al castellano a cargo de Bertazza.


Terminada ya la lectura de cada uno de los protagonistas el recital continúo con una segunda vuelta, más rápida que la primera, de recitados. Si bien todos estuvieron muy bien se destacó especialmente Federik, que leyó la historia de una niña en los desiertos de Bagdad. Esta vez dejó la voz libre de toda solemnidad para emitir una especie de susurro con tonada española. Estuvo brillante. Una vez finalizado todo tuve la suerte de entrevistar a este escritor, que recalco la apertura mental de los organizadores para realizar este evento, en cierta forma innovador pero al mismo tiempo una vuelta al origen de la poesía, a la tradición oral. Se mostró contento con la elección de los poetas, con la diversidad de procedencias de estos, que hayan invitados personas de lugares como Japón pero también del interior del país, “que a veces parece estar mas lejos que Japón”. También resaltó que la presencia de los autores seleccionados enaltecían el evento y, a su vez enaltecían, su propia voz.

lunes, 12 de mayo de 2008

El cine que nos mira de reojo

El subte B está lleno como cualquier día de semana en hora pico. El noventa por ciento de la gente baja en las estaciones Dorrego y Lacroze para continuar hacia su casa ajena al devenir del séptimo arte. Sin embargo, unos pocos identificables por algunas señas particulares de vestimenta, siguen hasta el final hacia Los Incas en busca de su Meca particular. La cita es en el remozado teatro 25 de Mayo, el Bafici llega como cada año con su caudal de películas y de un día para el otro, durante una semana los porteños deciden que es el cine que merece ser visto y se desata el frenesí.

El camino de los peregrinos cinéfilos continúa por la avenida Triunvirato. En una obra, Roberto, albañil de 25 años, apenas está enterado: “Creo que es lo del cine. El otro día hubo una presentación con gente pero no sé muy bien”. Evidentemente, el fenómeno parece reducirse a un cierto tipo de gente que es la que camina apurada (ver apostilla).

El teatro que fuera gala de la presentación oficial luce espléndido. Sin embargo, hay poca gente esperando por la próxima película. Por ello, sacar la entrada es un trámite sencillo muy distinto al tumulto que suele haber en el Abasto, centro neurálgico del Bafici donde junto a los amantes del cine que buscan variedad se mezclan diletantes, estudiantes de cine y diseño, críticos y toda la fauna snob que el festival suele aglutinar. Sara, una elegante mujer que está en el hall esperando comenta sobre su primera vez en el festival: “Soy del barrio y no me quiero perder nada” ¿Está contenta con la reinauguración de la sala? “Chocha, muy contenta. Lo esperábamos porque el barrio no tiene nada; y ahora sí”.

En la vereda, entre la gente que espera y los que llegan, se mezcla un muchacho que aprovecha para repartir flyers del “Cineclub el Dorado”, cuyo epígrafe, en sintonía con la situación Bafici, reza “cinematografías periféricas” ¿Tendrá la propuesta del cineclub suerte durante el resto del año? “No mucha en general, pero venimos intentando engancharlos, a ver si nos hacemos de un público fijo”

Termina la función previa y empieza a salir la gente ajustando los ojos a la luz diurna. Una joven, al ser inquirida sobre la película que acaba de ver, asegura casi ofendida que le gustó. Dos hombres alrededor de los cincuenta años comentan “no son actores profesionales la mayoría”. El fenómeno es eminentemente porteño –no se anuncia ninguna función en salas de provincia-, por lo que también convoca a los turistas extranjeros que pululan por la ciudad. Silkha, alemana de 22 años da su impresión: “Pienso que el festival es genial, hay muchas opciones para elegir. Esta es mi primer película en el festival y me gustó mucho”. Sus compañeras de esta tarde, Amy y Annette coinciden en lo interesante y variado de la programación. Luego se van alegres a disfrutar su estadía.

Es hora de pasar a la sala, en orden, sin empujones ni ansiedad por la butaca. Una vez cortada la entrada aparecen las promotoras del no muy independiente Clarín obsequiando ediciones del suplemento Ñ, aparentemente con la convicción de que el público Bafici es un público cultivado que puede identificarse con el mencionado suplemento.

El aforo está ocupado en un escaso veinte por ciento con el recoleto público ojeando Ñ. Por fin las luces se apagan y la delgada línea que separa lo independiente de aquello que no lo es se sigue difuminando: en pantalla aparecen propagandas de Kodak, Metrovisión, Cinecolor y algunas otras empresas. La función comienza y si bien se está a salvo del pochoclo no sucede lo mismo con la plaga del celular, cada tanto las luces de las pantallas de los teléfonos distraen la atención.

La película en cuestión es japonesa, Matsugane ransha jiken (El caso del tiroteo de Matsugane). Basada supuestamente en hechos reales, narra la historia de un incidente en que se ve envuelta una familia, centrada particularmente en dos hermanos mellizos. Como muchas películas japonesas recientes, presenta escenas aparentemente inconexas gracias al buen uso de la elipsis, manteniendo igualmente la coherencia narrativa. Esconde bajo una supuesta trama policial las tensiones familiares, la relación entre hermanos y los conflictos de la sociedad japonesa actual. La película es agradable y, al finalizar, el público sale satisfecho de la sala tanto por el film como por haber cumplido y no haber soportado un despropósito disimulado como cine.

Una vez en la calle el público se va disolviendo, cada quién le comenta a su compañero sus impresiones con actitud de apreciador profesional. En la entrada del teatro, unos siete individuos voluminosos vestidos con traje idéntico merodean las puertas con cara de pocos amigos. Aparentemente se espera la presencia de alguien importante. Así pasa una jornada del Bafici. El festival durará unos días mas, se entregarán los premios y en una semana se olvidará todo. Algunos se arreglarán como puedan con la habitual cartelera de cine, otros buscarán salir del síndrome de abstinencia revolviendo en Internet y algún otro irá al Cineclub el Dorado en busca de variedad.


Apostilla: La sensibilidad Bafici

Si se analizan título por título las películas presentadas en el festival se advierte que la palabra independiente podría no ajustarse a la propuesta del festival. Un filme japonés es más cine mundo que independiente dado que Japón posee una poderosa industria cinematográfica desde hace décadas. Algo parecido ocurriría con películas como “The Filth and the Fury” de Julien Temple ya pasada en el festival hace dos años y profusamente programada en cable o con el director Ken Loach, otrora vastamente difundido en nuestro país.

Lo que hace al Bafici identificarse con el mote independiente –además del nombre- es también una sensibilidad particular, algo de código privado reconocible en el desprecio al sistema Hollywood, la lógica de exposición que se da en el Abasto con las inocultables señas de vestuario o aquello situado en el campo de las preferencias subjetivas. Es particularmente apreciable el hecho que raramente alguien diga que vio una película mala. Así, el Bafici es más un estado del arte al que nos damos una vez al año como consumidores de cine “independiente”, “periférico” o cualquier otro adjetivo susceptible de diferenciarlo de lo que habitualmente se consume.

M.M.B.

Ahora o nunca (o el despertar de la fauna)

- Disculpame (la miro: alrededor de 70 años, rubia, perfumada, collar de piedras, típica señora de Barrio Norte, lo que se me hace evidente no sólo por su paqueta apariencia sino por esa marca sonora de acentuar fuertemente la “a” de “disculpame”)(No, no viví nunca en Barrio Norte, lo digo de puro prejuiciosa)
- ¿Si?
- ¿Esta es una función especial? (otra vez: me da la sensación de que pronuncia “cial” con su nariz)
- ¿Especial en que sentido? (lo admito: sabía exactamente qué quería decir la ricachona señora pero me causó gracia el adjetivo “especial”)
- ¿Qué película dan?
- Ahí esta la grilla (le señalo con la cabeza el stand con los folletos de programación, me saco un diez en “mala educación para con la tercera edad”).
Fue en mi primera visita al Festival Internacional de Cine Independiente de este año. Elegí el Atlas Santa Fe porque deseaba, principalmente, evitar a toda costa la muchedumbre habitual del Shopping Abasto, considerado el bunker principal del Ciclo. Tenía muchas ganas de asistir a alguna de las actividades especiales como las charlas abiertas con directores de visita en el país pero, con tal de no cruzarme con infinitas familias (con infinita prole) cargando bandejas de Mc Donalds y voluminosas bolsas de compras, desistí de tal idea, busqué otras alternativas y me dispuse a seguir el procedimiento general (PG) para esta clase de eventos. He aquí un esquema de sus principales puntos:
1º) Toma de posición (política, social, ideológica) en cuanto a asistir o no al Festival: Este momento da lugar, en ciertos circuitos culturales, a apasionadas discusiones. Sobre este punto volveré hacia el final de la crónica.
2º) Elección de la película: Esta fase depende, enteramente, de los conocimientos cinéfilos del sujeto-espectador en cuestión y da lugar a múltiples resultados (como tantas clases de sujetos haya). Si uno es un erudito en el tema puede, entonces, tener la suerte de sentarse a gusto, con la grilla de programación desplegada como un mapa de navegación sobre la mesa, y elegir a conciencia tanto un documental checo sobre la caza indiscriminada de patos o una gore sangrienta sobre la organización de los vampiros en sociedades secretas. Pero, y dado el caso de que uno no sea un capo di tutti gli cappi del séptimo arte pero le guste acudir a este tipo de eventos, también puede elegir a ojos cerrados cualquier opción (cual dedo paseando sobre un tablero del Ouija), rezando para que la película escogida sea, al menos, sonora y tenga más de un personaje. En mi caso, elegí en primer lugar “Sad Vacation”, de un director japonés que no conocía, ya que me gusta ver películas orientales que, en general, son bizarras, violentas y con una fotografía excelente. Llegué unos minutos tarde a la función, por lo que no pude ingresar a la sala (nota mental: recordar la próxima vez llegar a tiempo). Huí entonces al Centro Cultural Recoleta y compre entradas para “One Who Set Forth - Wim Wenders’ Early Years”, que prometía, según mi inglés básico, ser una película dirigida por Wenders (un director que supo ser un gran provocador con su estilo en los ‘70) y resultó un documental de Marcel Wehn sobre la vida de Wenders; lo que era obvio, si me hubiera detenido diez segundos a descifrar correctamente el título. Al día siguiente vi, finalmente (me había empecinado), una película japonesa: “Amazing History” de Masahiro Kobayashi en el Atlas Santa Fe; y, por último, asistí en el Paseo Gardel a una función al aire libre de “Los Próximos Pasados”, un documental argentino sobre un mural oculto en una casa bonaerense.
3º) Asistencia a la función: Este es el momento-meollo de la cuestión y da lugar, dadas las circunstancias particulares del BAFICI, a situaciones de lo más diversas. Como mencioné, el primer día fui en pos de una película oriental y acabé por ver un documental alemán (“¡Es un documental de la vida del tipo! ¡Me quiero morir!” me dijo mi compañera a los dos minutos de comenzado el film; “¡Yo también!” le respondí yo, lo más dramáticamente que pude, porque había sido mi idea y me sentía culpable de arrastrarla a semejante destino). Sin embargo, fue una linda sorpresa y me fui muy contenta por el error cometido. La biografía de Wenders era apasionante y el documental, a través de entrevistas a él, sus mujeres, amigos y allegados varios, echa luz sobre la personalidad de un director tan misterioso y enigmático. Entretanto, además de quejarme y mascar maní con chocolate, tuve tiempo de dar una mirada a los demás asistentes a la función: veinticinco años promedio, grandes sacos de feria americana ellos, vestidos onda fifties ellas, peinados deliberadamente desprolijos. Ellos, ellas (¡todos!) con anotadores y/o actitud de profunda atención. “Estudiantes de cine”, dije yo. “Entendieron bien el título”, dijo mi compañera.
“Amazing history” fue, definitivamente, lo que esperaba ver un habitué de un ciclo de cine independiente (“¿Para qué venís al BAFICI?”, le pregunté a un quinceañero con acné y remera de Green Day que esperaba para entrar: “Para ver pelis raras”, me respondió categóricamente): tres personajes, planos abiertos y larguísimos, secuencias extremadamente lentas, diálogos incoherentes, trama ilógica y sin ningún sentido. Como no podía esperarse de otro modo, también tenía un final pésimo. Apenas me senté observé la concurrencia de la sala, esta vez sí, con un público de lo más diverso. Me reí anticipadamente pensando en el comportamiento que tendrían las personas que estaban sentadas en las butacas frente a la mía porque si hay algo seguro, es que los directores japoneses aman hacer escenas de fuerte erotismo: eran dos señores y dos señoras, me figuré que serían dos matrimonios amigos. Ellas se llamarían Ana María, Beatriz o Estela. Ellos, Enrique o Mario; y habrían ingresado al cine luego de tomar el té en alguna confitería sobre la Avenida Santa Fe, incitados por la mucha publicidad que se le dio al evento. No conozco los hábitos culturales (en cuanto a preferencias sobre cine o teatro) de esas personas pero sí estoy bastante segura de que no se esperaban semejante escena erótica. También debo expresar con admiración que ambas señoras lo soportaron estoicamente; igual que yo, que me fui muy satisfecha de haber visto, finalmente, lo que fui a buscar en primer término.
Al salir de la sala le pregunté a espectadores y especimenes varios que deambulaban por los pasillos “¿Por qué venís al Festival?”; esperé una y otra vez que alguno me respondiese “No sé, porque vienen todos” y, de esta forma, reafirmar mi hipótesis eje que consiste en que, en estos tiempos, la gente simplemente va adonde va otra gente, especialmente los jóvenes, que vamos “todos a todas partes” (lo que explicaría convenciones de tatuajes, fiestas en el Barrio Chino y ciclos de poesía al aire libre, que multiplican exponencialmente su número de concurrentes año a año). Desafortunadamente, nadie me respondió como yo esperaba: “Me parece una salida diferente” (Daniel, treintañero, ninguna seña en particular). “¿Diferente en que sentido?”, pensé yo. Recordé a la señora del collar de piedras. “Vengo todos los años, hay siempre cosas muy interesantes” (Santos, veintiañero). “Porque me gusta, soy de Mar del Plata y suelo ir al Festival Independiente allá, quería ver también acá” (Natalia, veintiañera). Refunfuñé y desistí de seguir recolectando refutaciones a mi teoría. De todas formas, sostengo que es correcta, quizás lo erróneo haya sido el procedimiento. Proseguiré en otra ocasión más propicia.
Finalmente, asistí el último día a una actividad que se inauguró en esta edición, una exhibición al aire libre, en este caso, de un documental sobre las tareas de rescate de un mural pintado en un sótano de una hacienda bonaerense. La directora, según mi grilla, era Lorena Muñoz y, felizmente, no se encontraba presente porque de haberlo hecho le hubiera criticado abiertamente su espantosa película. Tanto el pintor (Siqueiros, el fundador junto con Diego Rivera de un movimiento de pintura por y para el pueblo), como el contexto histórico (el exilio de Siqueiros de México luego de la Revolución Mexicana), y las circunstancias particulares en que fue pintado ese mural articulan una historia triste y hermosa que nunca antes fue contada, y lo es ahora por una directora que lo hizo de la peor manera posible. En fin, críticas feroces al film al margen, paso al último punto del PG:
4º) Balance: Este momento, que comienza con nuestros propios amigos a la salida de la función, se encuentra íntimamente relacionado con “la toma de decisión” (ver punto 1º) y se retroalimentan mutualmente. Hubo un tiempo -no tan lejano: de diez a cinco años- en que no cabían dudas respecto a la utilidad del Festival; ésta consistía en exhibir películas (o cortometrajes) que, dadas sus condiciones de producción, no fueran a ser vistas en otras circunstancias. Estudiantes de cine y cinéfilos varios (fauna tipo “A”) acudían en tropel a las salas del BAFICI para ver cintas que, de no mediar una inesperada repercusión (como ocurrió con “La vida después de la muerte”, “Recursos humanos” y “Como un avión estrellado”, entre muchas otras), no serían promocionadas en el circuito de exhibición comercial. Era el “Ahora o nunca” para ver formas de narrar y de editar diferentes a las de la lógica pochoclera. Sin embargo, hace algunos años, ciertas formas culturales (sean de cine, teatro, poesía, música o muestras de arte) comenzaron a ser de importancia en la agenda del Gobierno de la Ciudad, que se dispuso a organizar y promover a gran escala esta clase de eventos: El BAFICI se “masificó”, por decirlo de alguna forma, con dos consecuencias principales:
* Fue el fin del público homogéneo que tenía en sus inicios. La concurrencia a las Sedes es hoy de lo más variada y heterogénea (fauna tipo “B”), amén de la multiplicación del volumen del público;
* El Festival adquirió algunas características atípicas para un circuito independiente: así es como vemos publicidades de la Fundación Noble y de celulares al comienzo de las funciones (no, no se me pasó inadvertido el documental producido por el Grupo Clarín), carteles de propaganda por toda la ciudad, y nos encontramos con la sorpresa de que, no sólo cada edición está mejor organizada que la anterior sino que hasta se pueden adquirir las entradas por el sistema Ticketek (si, definitivamente era innecesario).
La cuestión aquí es aceptar estos cambios o no, es decir: participar o indignarse, esa es la cuestión. Por mi parte, no me siento invadida ni me creo una elegida del séptimo arte para mandar a sus casas a nadie. A riesgo de simplificar mucho el asunto creo que las fiestas para pocos no son nunca buenas. Y el BAFICI es una fiesta, y si no habrá que preguntarle a Beatriz (o Estela).

L.B.

Cajonera de textos