lunes, 12 de mayo de 2008

El cine que nos mira de reojo

El subte B está lleno como cualquier día de semana en hora pico. El noventa por ciento de la gente baja en las estaciones Dorrego y Lacroze para continuar hacia su casa ajena al devenir del séptimo arte. Sin embargo, unos pocos identificables por algunas señas particulares de vestimenta, siguen hasta el final hacia Los Incas en busca de su Meca particular. La cita es en el remozado teatro 25 de Mayo, el Bafici llega como cada año con su caudal de películas y de un día para el otro, durante una semana los porteños deciden que es el cine que merece ser visto y se desata el frenesí.

El camino de los peregrinos cinéfilos continúa por la avenida Triunvirato. En una obra, Roberto, albañil de 25 años, apenas está enterado: “Creo que es lo del cine. El otro día hubo una presentación con gente pero no sé muy bien”. Evidentemente, el fenómeno parece reducirse a un cierto tipo de gente que es la que camina apurada (ver apostilla).

El teatro que fuera gala de la presentación oficial luce espléndido. Sin embargo, hay poca gente esperando por la próxima película. Por ello, sacar la entrada es un trámite sencillo muy distinto al tumulto que suele haber en el Abasto, centro neurálgico del Bafici donde junto a los amantes del cine que buscan variedad se mezclan diletantes, estudiantes de cine y diseño, críticos y toda la fauna snob que el festival suele aglutinar. Sara, una elegante mujer que está en el hall esperando comenta sobre su primera vez en el festival: “Soy del barrio y no me quiero perder nada” ¿Está contenta con la reinauguración de la sala? “Chocha, muy contenta. Lo esperábamos porque el barrio no tiene nada; y ahora sí”.

En la vereda, entre la gente que espera y los que llegan, se mezcla un muchacho que aprovecha para repartir flyers del “Cineclub el Dorado”, cuyo epígrafe, en sintonía con la situación Bafici, reza “cinematografías periféricas” ¿Tendrá la propuesta del cineclub suerte durante el resto del año? “No mucha en general, pero venimos intentando engancharlos, a ver si nos hacemos de un público fijo”

Termina la función previa y empieza a salir la gente ajustando los ojos a la luz diurna. Una joven, al ser inquirida sobre la película que acaba de ver, asegura casi ofendida que le gustó. Dos hombres alrededor de los cincuenta años comentan “no son actores profesionales la mayoría”. El fenómeno es eminentemente porteño –no se anuncia ninguna función en salas de provincia-, por lo que también convoca a los turistas extranjeros que pululan por la ciudad. Silkha, alemana de 22 años da su impresión: “Pienso que el festival es genial, hay muchas opciones para elegir. Esta es mi primer película en el festival y me gustó mucho”. Sus compañeras de esta tarde, Amy y Annette coinciden en lo interesante y variado de la programación. Luego se van alegres a disfrutar su estadía.

Es hora de pasar a la sala, en orden, sin empujones ni ansiedad por la butaca. Una vez cortada la entrada aparecen las promotoras del no muy independiente Clarín obsequiando ediciones del suplemento Ñ, aparentemente con la convicción de que el público Bafici es un público cultivado que puede identificarse con el mencionado suplemento.

El aforo está ocupado en un escaso veinte por ciento con el recoleto público ojeando Ñ. Por fin las luces se apagan y la delgada línea que separa lo independiente de aquello que no lo es se sigue difuminando: en pantalla aparecen propagandas de Kodak, Metrovisión, Cinecolor y algunas otras empresas. La función comienza y si bien se está a salvo del pochoclo no sucede lo mismo con la plaga del celular, cada tanto las luces de las pantallas de los teléfonos distraen la atención.

La película en cuestión es japonesa, Matsugane ransha jiken (El caso del tiroteo de Matsugane). Basada supuestamente en hechos reales, narra la historia de un incidente en que se ve envuelta una familia, centrada particularmente en dos hermanos mellizos. Como muchas películas japonesas recientes, presenta escenas aparentemente inconexas gracias al buen uso de la elipsis, manteniendo igualmente la coherencia narrativa. Esconde bajo una supuesta trama policial las tensiones familiares, la relación entre hermanos y los conflictos de la sociedad japonesa actual. La película es agradable y, al finalizar, el público sale satisfecho de la sala tanto por el film como por haber cumplido y no haber soportado un despropósito disimulado como cine.

Una vez en la calle el público se va disolviendo, cada quién le comenta a su compañero sus impresiones con actitud de apreciador profesional. En la entrada del teatro, unos siete individuos voluminosos vestidos con traje idéntico merodean las puertas con cara de pocos amigos. Aparentemente se espera la presencia de alguien importante. Así pasa una jornada del Bafici. El festival durará unos días mas, se entregarán los premios y en una semana se olvidará todo. Algunos se arreglarán como puedan con la habitual cartelera de cine, otros buscarán salir del síndrome de abstinencia revolviendo en Internet y algún otro irá al Cineclub el Dorado en busca de variedad.


Apostilla: La sensibilidad Bafici

Si se analizan título por título las películas presentadas en el festival se advierte que la palabra independiente podría no ajustarse a la propuesta del festival. Un filme japonés es más cine mundo que independiente dado que Japón posee una poderosa industria cinematográfica desde hace décadas. Algo parecido ocurriría con películas como “The Filth and the Fury” de Julien Temple ya pasada en el festival hace dos años y profusamente programada en cable o con el director Ken Loach, otrora vastamente difundido en nuestro país.

Lo que hace al Bafici identificarse con el mote independiente –además del nombre- es también una sensibilidad particular, algo de código privado reconocible en el desprecio al sistema Hollywood, la lógica de exposición que se da en el Abasto con las inocultables señas de vestuario o aquello situado en el campo de las preferencias subjetivas. Es particularmente apreciable el hecho que raramente alguien diga que vio una película mala. Así, el Bafici es más un estado del arte al que nos damos una vez al año como consumidores de cine “independiente”, “periférico” o cualquier otro adjetivo susceptible de diferenciarlo de lo que habitualmente se consume.

M.M.B.

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